The Economist cataloga como «inepta» la respuesta del Gobierno a crisis

THE ECONOMIST — Tras caer la noche el 19 de octubre, el general Javier Iturriaga, jefe de la Defensa Nacional de Chile, declaró el primer toque de queda en Santiago, la capital, desde el final de la dictadura militar de Augusto Pinochet hace 29 años. La orden, que se aplicó para Santiago y áreas cercanas, fue una respuesta a los disturbios que comenzaron hace semanas después de un aumento en los pasajes del metro. Los días 18 y 19 los manifestantes incendiaron estaciones del tren subterráneo y autobuses, cerraron las calles y se enfrentaron con la policía. Los servicios de transporte público fueron suspendidos. Las protestas se extendieron a otras ciudades; se declararon también toques de queda en Valparaíso y Concepción. El presidente de Chile, Sebastián Piñera, suspendió el aumento de los pasajes. Pero ni su «rendición» ni el toque de queda han sofocado los disturbios. Los supermercados han sido saqueados, y tres personas fueron asesinadas por un incendio la noche del 19.

La violencia ha aturdido a muchos chilenos. Su país es uno de los más prósperos y pacíficos de América del Sur. Ahora, ha enfrentado alborotos similares a los ocurridos recientemente en Ecuador, un país mucho más pobre, cuando su gobierno aumentó los precios del combustible para cumplir con los términos de un acuerdo con el FMI (también cedió).

En Chile, el costo de los pasajes del transporte —que cubren micros y trenes, así como el metro en la capital— son establecidas por un panel de expertos, que considera factores tales como los precios del diésel y el valor del peso. Este enfoque tecnocrático en algunas áreas de la formulación de políticas refleja el relativo liberalismo económico de Chile, que a su vez ha contribuido a su relativa prosperidad económica. No siempre es popular, como lo demuestra la reacción al aumento de los pasajes. El 6 de octubre, el panel elevó el precio de los pasajes en hora punta para el metro de Santiago en 30 pesos (cuatro centavos de dólar estadounidense) para llegar a 830 pesos; el aumento de los precios del diésel y un dólar más fuerte se citaron como la justificación. La primera señal de resistencia fue un brote de evasión a gran escala, que de repente se convirtió en violencia (ningún grupo conocido parece estar detrás de los disturbios).

La respuesta del gobierno fue inepta. El día después del aumento de los pasajes, el ministro de economía, Juan Andrés Fontaine, sugirió a los pasajeros levantarse más temprano para evitar los pasajes más caros. El 18 de octubre se amplió los poderes policiales para arrestar y castigar a los manifestantes bajo la Ley de Seguridad del Estado, que data de 1957, que se extendió bajo la dictadura y que se modificó desde entonces, amenazando con prisión a aquellos que destruyen la infraestructura pública o incitan a su destrucción. Mientras continuaban las protestas, el gobierno declaró el estado de emergencia y desplegó al ejército. Este recordatorio de la dictadura amplió el apoyo a las protestas. Piñera pronunció un discurso divisivo diciendo a los chilenos que elijan entre violencia y democracia; en una intervención posterior, cambió el tono, distinguiendo entre manifestantes pacíficos y violentos.

Los chilenos no solo están enojados por las tarifas de transporte. Pagan mucho por la atención médica y, a menudo, esperan largos períodos para ver a un médico. La educación pública es pobre. Las pensiones, administradas por empresas privadas bajo un sistema establecido por el régimen de Pinochet, son bajas. La creciente desigualdad agudiza la ira. En 2017, el ingreso de la décima parte más rica de los hogares era 39,1 veces mayor que el del decil más pobre, según una encuesta realizada por el ministerio de desarrollo social. Eso es más de 30.8 veces en 2006. La mitad de los chilenos gana menos de 400,000 pesos al mes. Además de todo esto, se produjo un aumento de tarifas en lo que ya es la ciudad más cara de América del Sur. Después del aumento de los pasajes, el transporte puede costar 32.000 pesos al mes.

Muchas de estas quejas son anteriores a la presidencia de Piñera, un empresario de centro derecha que comenzó un segundo mandato en marzo del año pasado (el primero fue en 2010-2014). Los chilenos organizaron protestas masivas sobre la calidad y el costo de la educación en 2006 y 2011 y sobre las pensiones en 2016.

Hasta ahora, Piñera no ha logrado impulsar a la economía de manera significativa, una de sus principales promesas de campaña. El país creció a una tasa anual de solo 1,75% durante el primer semestre de 2019. Al carecer de una mayoría en el Congreso, Piñera se ha demorado en promulgar leyes importantes sobre impuestos y pensiones, lo que hace que su gobierno parezca ineficaz.

Ahora buscará reparar tanto su propia presidencia como la confianza pública en el gobierno en general. Junto con su escalada en los pasajes, se ha ofrecido a establecer una «mesa de diálogo» que incluye una sección transversal de la sociedad sobre quejas como el alto costo de la vida. Esto puede calmar los ánimos, especialmente si los partidos de oposición se unen a sus esfuerzos de conciliación.

Chile organizará dos grandes reuniones internacionales: una cumbre de los líderes del grupo de Cooperación Económica Asia-Pacífico con 21 países en noviembre y la cumbre anual sobre cambio climático de la ONU el mes siguiente. Al intentar organizar tales eventos, Chile se presenta como un bastión de la estabilidad en América del Sur. Piñera no tiene mucho tiempo para convencer a los dignatarios de que esto sigue siendo cierto.

NOTA DE LA REDACCIÓN: Traducción del artículo titulado Riots after a fare increase damage Chile’s image of stability. The Economist. Accesado el 21 de octubre de 2019 desde https://www.economist.com/the-americas/2019/10/20/riots-after-a-fare-increase-damage-chiles-image-of-stability

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